Un grupo de expresidentes latinoamericanos se ha puesto en la tarea de analizar el tema del narcotráfico, este terrible flagelo que azota sin piedad y sin término a nuestros pueblos. Y han llegado a una conclusión desesperanzadora y sin horizontes: la guerra contra el narcotráfico «es una guerra perdida». La consecuencia de esta conclusión parece obvia: la comunidad internacional debe legalizar, no solo el consumo de estupefacientes, sino toda la cadena que empieza en las montañas y selvas de Colombia y otros países y termina en las calles de las ciudades del mundo entero, con millones de consumidores, muchos de ellos todavía niños, que destruyen sus vidas inmersos en un consumo del que muy pocos logran salir.
Pero millones de colombianos –la inmensa mayoría– rechazamos con energía y coraje tan desoladora conclusión. Nos negamos a aceptar que el mundo se arrodille ante unos criminales que han superado las fronteras de la bestialidad, y han desafiado el poder coactivo de los estados para crear organizaciones delincuenciales capaces de llegar a todos los rincones. Nos negamos a aceptar que el sufrimiento y la sangre derramada de tantos compatriotas que ofrendaron heroicamente sus vidas o fueron mutilados por las bombas enterradas por los narcotraficantes, fueron inútiles. Nos negamos a decirles a las madres, a las viudas, a los huérfanos de nuestros militares y policías caídos en combate, que ahora sembrar marihuana, cocaína o amapola será una actividad tan decente y honorable como sembrar café o cacao, y que la bonanza de estupefacientes que se vislumbra reemplazará con creces las divisas que estamos perdiendo en la actual crisis petrolera.
No es cierto que la guerra contra el narcotráfico sea una guerra perdida. Quizás lo que se perdió fue la voluntad política, la decisión ética y moral de enfrentar con energía y con todo el poder del Estado este delito. Como presidente de mi país, desde las semanas previas a mi posesión, con mi equipo de asesores definimos las bases de lo que se llamaría «El Plan Colombia», que con el apoyo entusiasta y decidido del presidente Clinton, posteriormente del presidente Bush y del Congreso de los Estados Unidos, cambió el panorama del combate a los narcocultivos. Cuando me posesioné, el 7 de agosto de 1998, había en Colombia 180.000 hectáreas sembradas de coca, los cultivos ilícitos crecían día a día, y mi antecesor Ernesto Samper había perdido la visa para entrar al territorio norteamericano, al haberse comprobado que su campaña había sido financiada por el narcotráfico. Cuatro años más tarde, cuando le entregué la Presidencia a mi sucesor, el presidente Álvaro Uribe Vélez, quedaban apenas 90.000 hectáreas sembradas de coca en el territorio colombiano, y los comandantes de las FARC, el mayor cártel del mundo, huían hacia otros países o buscaban con desespero refugio en sus escondites en la selva.
El presidente Uribe Vélez le dio continuidad al Plan Colombia y a la lucha sin tregua contra el narcotráfico. Al concluir su mandato en Colombia quedaban apenas un poco más de 40.000 hectáreas sembradas de coca.
Pero luego el presidente Juan Manuel Santos, en su obsesión de firmar un acuerdo de paz con las FARC al precio que fuese, incluso violando la Constitución y poniendo en serio riesgo la estabilidad de las instituciones, se comprometió con ese grupo terrorista a suspender la erradicación de los cultivos de coca. ¿El resultado? decenas de líderes campesinos asesinados, una paz que solo existe en los titulares de la prensa santista, y más de doscientas mil hectáreas nuevas sembradas de coca, mientras las FARC y otros grandes carteles, varios de ellos extranjeros, se disputan a sangre y fuego el control de los cultivos.
La guerra contra las drogas no se ha perdido. Todavía es posible ganarla. He propuesto que mientras mis compatriotas permanecen confinados por causa del Covid 19, se fumiguen de nuevo los cultivos, como se hizo en el pasado, con excelentes resultados. Pero el Gobierno del presidente Duque no ha respondido.
Acabar con los cultivos ilegales es posible. Desterrar de nuestro territorio esa plaga maldita es posible. Ya lo demostramos en el pasado: solo falta decisión política.
Andrés Pastrana es expresidente de Colombia